lunes, 14 de noviembre de 2016

Zoo de fósiles: Dollocaris y los tilacocéfalos

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Hace poco más de 160 millones de años, a mediados del Jurásico, el departamento de Ardèche, en el sudeste de Francia, estaba cubierto por un mar de unos pocos cientos de metros de profundidad. Una falla cercana con actividad hidrotermal de fumarolas negras liberaba periódicamente gases tóxicos sulfurosos que provocaban la muerte de muchos animales, que caían al fondo fangoso y quedaban cubiertos muy rápidamente por sedimentos, en un entorno pobre en oxígeno y muy tranquilo, a una profundidad suficiente para que no se sintiera el efecto del oleaje, por lo que su estado de conservación es excepcional, en tres dimensiones y con un nivel de detalle muy fino, en algunos casos hasta el nivel celular.



En el siglo XIX había en el mismo lugar, ya en tierra firme, una mina de hierro de la que se extraían hasta 60 000 toneladas de mineral al año. Allí aparecieron los primeros fósiles de crustáceos y peces de lo que más tarde sería conocido como el yacimiento de La Voulte-sur-Rhône. Más tarde se han encontrado también bivalvos, cefalópodos, arañas de mar, esponjas, lirios de mar, ofiuras...

Entre los habitantes de aquel mar mesozoico destaca Dollocaris, un depredador de entre 5 y 20 centímetros de longitud, con una cabeza enorme y el cuerpo encerrado en un caparazón del que salen tres pares de largas patas con pinzas que le permiten atrapar a sus presas, entre las que se encuentran pequeños crustáceos, peces... Los ojos de Dollocaris son enormes, ocupan toda la cara del animal y una cuarta parte de su longitud total. Dollocaris es exclusivo del yacimiento de La Voulte-sur-Rhône, no se ha encontrado en ningún otro lugar. Pertenece al grupo de los tilacocéfalos.

Los tilacocéfalos son un grupo de artrópodos de entre 1,5 y 25 centímetros de longitud, con grandes ojos bulbosos en posición frontal, con un caparazón voluminoso y aplanado lateralmente que protege todo el cuerpo, tres pares de largas patas prensiles en la parte delantera del tronco y una serie de ocho a veinte pequeñas patas nadadoras filamentosas en la parte trasera, que se van haciendo más pequeñas hacia la parte posterior. Recuerdan por su forma a un batiscafo, con su cuerpo rígido, su cabina globosa y sus pinzas manipuladoras. La superficie lateral del caparazón de los tilacocéfalos puede estar adornada con surcos y salientes. Muchas especies tienen rostro, una estructura en forma de pico que se prolonga hacia adelante entre los ojos, y también una prolongación semejante en la parte posterior. También tienen generalmente ocho pares de branquias muy desarrolladas en la parte inferior del tronco, semejantes a las de los crustáceos decápodos.

Poco más se sabe de su anatomía; el caparazón impide conocer su estructura interna: boca, aparato digestivo, segmentación, identidad exacta de los apéndices... Estos últimos, según diferentes interpretaciones, podrían derivar de antenas, mandíbulas, patas torácicas... Todo esto hace muy difícil su clasificación; se les suele relacionar con los crustáceos, pero no está claro su parentesco.

Los tilacocéfalos más antiguos conocidos datan del Cámbrico inferior, y el grupo sobrevivió hasta el Cretácico superior, unos cuatrocientos millones de años más tarde; se extinguieron con los dinosaurios. Se han encontrado sus fósiles por todo el mundo.

Este año 2016, un equipo de investigadores de diversos centros de Francia, Alemania y el Reino Unido ha realizado un estudio detallado de Dollocaris mediante microtomografía de rayos X que ha incrementado enormemente el conocimiento que tenemos de esta especie. Los ojos compuestos de Dollocaris están formados por facetas hexágonales regulares con una densidad de unas quinientas por milímetro cuadrado, lo que significa que cada ojo estaba formado por unas 18 000 facetas hexagonales, más que ningún otro fósil conocido, y sólo superado entre los animales vivientes por las libélulas. Los fósiles estudiados están tan bien conservados que es posible distinguir la estructura interna de cada faceta: la lente corneal externa, el cristalino y las células fotosensibles, llamadas retínulas. Dollocaris tenía una vista excelente, que le permitía detectar objetos muy pequeños.

Los sistemas circulatorio y respiratorio indican que Dollocaris era un animal bastante activo. La boca, situada en la parte inferior de la cabeza, entre los ojos, comunica con un aparato digestivo similar al de los crustáceos modernos. Dollocaris era un cazador visual. No era un nadador rápido, y probablemente cazaba mediante emboscada, oculto en arrecifes rocosos. Sin embargo, su excelente visión, adaptada a ambientes bastante luminosos, no cuadra con la profundidad a la que se formó el yacimiento, confirmada por otros fósiles propios de aguas profundas y oscuras. O bien Dollocaris nadaba mejor de lo que creemos y cazaba en aguas libres, y cayó al fondo al morir; o bien realizaba desplazamientos verticales frecuentes; o bien tenía, al igual que ciertas especies de abejas y avispas nocturnas actuales, circuitos neuronales capaces de procesar las señales visuales e incrementar su sensibilidad en la oscuridad. Pero los fósiles, por ahora, no pueden decirnos tanto.

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